Al doctor Jesús Deylis Picrin Dimont lo conozco desde pequeño, incluso mucho antes de que se decidiera por la Medicina, desenlace esperado para una vocación de salvar vidas largamente anunciada entre sus cercanos; por eso cuando lo convocaron a la brigada Henry Reeve que combatiría la COVID-19 en Perú, no dudó para emprender el viaje.
Y allá partió, desde junio, y se mantiene en su puesto todavía.
“Lo más difícil siempre ha sido despedirme de mis dos niñas y esposa. Uno se sobrepone con los días, pero no se acostumbra. También está llegar al lugar donde vas, chocar con las tradiciones diferentes de los países”, comenta el médico especialista de segundo grado en Anestesiología y Reanimación.
“La brigada, integrada por 21 médicos guantanameros, llegó a Perú en medio de un pico de la enfermedad que lo ubicaba entre los países con más fallecidos en el mundo a causa del nuevo coronavirus. Arequipa, el municipio donde me asignaron junto a otros 11 colegas, es el cuarto más poblado del país y reportaba en aquel momento unos 7 mil 100 contagiados”.
Desde entonces el mundo del doctor Picrin Dimont giró entre los pasillos y las salas de convalecientes del Hospital Regional Honorio Delgado, el único destinado al cuidado de pacientes con COVID-19 en ese departamento.
Durante 15 días, rememora, estuvieron en locales habilitados para las emergencias, atendiendo a unos 14 enfermos: “Llegaban al centro médico en la etapa más avanzada del coronavirus y era casi imposible mantenerlos con vida, pero los cubanos somos persistentes y sudábamos cada gota por salvar al paciente. Y lo logramos, por lo menos en la mayoría de los casos”, cuenta Picrín Dimont.
“Después nos reincorporamos a la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) del hospital, con capacidad para seis pacientes, donde brindamos asistencia ventilatoria invasiva y no invasiva y realizamos maniobras de reanimación cardiopulmonar a los pacientes más graves, casi siempre resultado de acudir al médico luego de diez días con la enfermedad, y el tener asociadas patologías como la obesidad, la diabetes y la insuficiencia renal”.
Hace una parada y su inflexión es de satisfacción. “Julia –siempre la recuerda y menciona como quien habla de un familiar cercano o conocido de toda la vida-, estuvo más de tres meses en la UCI al borde de la muerte. Fue reanimada, ventilada, le realizamos una traqueotomía, y sobrevivió”.
La fórmula de la vida, es no perder la fe. “Nadie se detuvo, no hubo tiempo para la desesperanza. Su familia nos acompañó todo el tiempo en las entrevistas telefónicas, nos alentaba y agradecía la insistencia y asistencia. Hubo un momento en el que el pronóstico era tan malo que nadie nos hubiera reprochado colgar los guantes, pero no lo hicimos y sus seres queridos tampoco. Esa fe en la posibilidad de su recuperación, y en la calidad de nuestras atenciones la salvó”.
Julia no es la única. Han recuperado 24 pacientes y perdido ocho. “Lo más triste, subraya el también médico en Medicina Intensiva y Emergencias, es ver a las personas luchar por su vida y no lograrlo”.
Tras la llamada línea roja que marca el paso hacia las áreas de pacientes confirmados con Sars-Cov-2, “hay un uso exigente de los medios de protección entre el personal de la salud, golpeado en otras latitudes por la pandemia”, agrega el médico con dos misiones en la República Bolivariana de Venezuela.
“Son 12 horas de trabajo continuo, con máscaras que dificultan la respiración y debemos cambiarnos tres veces al día, a los que se suman baños con alcohol y fumigaciones cada ocho horas. Los días son agotadores, y las noches apenas alcanzan para recuperar fuerzas, pero en situaciones como esta hay que buscar las energías para levantarse, trabajar y curar”.
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